Mostrando entradas con la etiqueta Hernán Pérez de Guzmán. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Hernán Pérez de Guzmán. Mostrar todas las entradas

El valle de Ayala, Eustaquio Fernández de Navarrete

(Extracto de REVISTA DE ESPAÑA Y SUS PROVINCIAS DE ULTRAMAR)

EL VALLE DE AYALA. 

https://turismo.euskadi.eus/es/destinos/valle-de-ayala/aa30-12375/es/

valle de Ayala, uno de los puntos poco trillados de los que viajan por distraer la ociosidad o buscar un remedio a sus dolencias.


1.

Mientras nos entretienen y recrean tantas relaciones de viajes a países extraños, apenas nos cuidamos de volver los ojos al país que habitamos, donde tantos usos y costumbres poéticas hay que observar, tantas provincias hermosas y pintorescas que describir. Las del norte de España, como que fueron cuna de nuestra monarquía, son las que más abundan en gratos recuerdos y respetables antigüedades, y como sus montes les han libertado de tener gran contacto con el resto de Europa, las que conservan un carácter más original y atractivo. No hay una altura, no hay una colina, no hay apenas una piedra que no ofrezca la memoria de alguna hazaña; no hay palmo de terreno que no presente el solar de alguna esclarecida familia de las que contribuyeron a la reconquista. En sus aislados caseríos el labrador enseña a sus hijos las venerandas tradiciones de los ruinosos solares de las cercanías, y como en su soledad no recibe nuevas ideas que borren la memoria de estas, ni ve nuevos objetos que le distraigan, de padres a hijos se perpetúan de siglo en siglo. Así es, que este suelo con sus pintorescos montes y murmurantes ríos, con sus eternos bosques, sus extrañas historias y consejas, y su dulce y singular idioma es uno de los más interesantes del globo, y sólo le ha faltado un poeta, que animado de imaginación lozana y henchido de patriótico fuego lo inmortalice como Walter Scott ha inmortalizado las montañas de Escocia. 

Uno de los placeres que de algunos años a esta parte forma la distracción de las gentes acomodadas y de buen tono de nuestra capital, es recorrer sus frescos valles y montes cuando el sol del estío nos abrasa en nuestra árida Castilla. Pero eligiendo por la comodidad de los medios de viajar los caminos más frecuentados, quienes, atravesando los famosos montes de Arlaban bajan a Salinas, y de allí siguiendo las nebulosas orillas del Deva se dirigen a Vergara y demás pueblos de la carretera de Francia, o se detienen a buscar sociedad en los baños termales de Arechavaleta y Santa Águeda, quienes, tomando el camino de Urquiola van a caer sobre la frondosa y agradable vega de Durango y visitan a Bilbao y otras pequeñas poblaciones de la costa, y ninguno o muy pocos, dejando las carreteras conocidas, piensan internarse en el país donde queda gran parte del territorio no explorado por los curiosos. Sigamos pues, lector benévolo, otra dirección; y mientras que la gente vaga por esos pueblos ya conocidos, partamos juntos hacia el valle de Ayala, uno de los puntos poco trillados de los que viajan por distraer la ociosidad o buscar un remedio a sus dolencias. 

Hace dos años (1 : Esta relación se escribió el año 1848.) hice este viaje cómoda y agradablemente en compañía del diputado general que era entonces de la provincia de Álava, vecino y propietario de dicho valle. En atención a otras personas que nos acompañaban tomó un coche en la casa de postas de Vitoria. Yo hubiera preferido ir a caballo, aunque nos hubiera bautizado uno de 

aquellos aguaceros que en tal país suelen refrescar las cabezas acaloradas de los transeúntes. Los que viajamos con pretensiones de anticuarios o de poetas gustamos de ver el terreno que nos rodea, dando así agradable recreo a nuestra imaginación y nuestra vista; empaquétese en buen hora en un carruaje el negociante a quien nada hablan los bosques y los ríos, y dormite al son de las modas y con el suave movimiento de los muelles, pues nada tiene que hacer sino en el pueblo de donde sale, y en aquel a donde se dirige; para este se han inventado las diligencias, invención que ha hecho que los hombres viajen como en un baúl o mejor como las gallinas que en un cesto llevan los aldeanos al mercado: así es que nunca se ha recorrido más tierra y se ha visto menos; hombre hay que habrá hecho veinte veces el viaje desde Burgos a Madrid, y que oirá la descripción del país que entre ambas poblaciones se extiende, con la misma novedad que si le hablaran de alguna región de la China. 

Salimos el día 25 de junio de Vitoria para ir a Ayala; hay que caminar al poniente de la llanada de Álava, que tanto por esta parte como por cualquiera otra que se cruce, presenta un aspecto triste y poco variado. Desde la cuesta que llaman de Altuve descúbrese el valle, objeto de nuestra visita; su situación, su suelo, su clima, las costumbres de sus habitantes, todo comienza a ser ya vizcaíno, aunque el terreno pertenece a la provincia de Álava; la desigualdad del 

suelo con sus montañas y valles, y sus cuestas cubiertas de castaños, indican que esta adjudicación se ha hecho contra la voluntad de la naturaleza por mero capricho de los hombres. Esta provincia es un compuesto heterogéneo de jirones arrancados a otras más extensas y ricas; pues lo mismo sucede por otros puntos con otros pueblos; así es, que de la pequeñez de su territorio y de su cortísima población no se hallará otra en Europa, cuyos habitantes presenten más distinta fisonomía: del riojano alavés al labrador de Ayala hay casi tanta distancia como del africano al habitante de la Zembla polar. Justo sería que estos terrenos se devolviesen a las provincias de que la naturaleza quiso formasen parte; ¿pero entonces qué sería de Álava? Perdida su importancia de provincia, no le quedaría otro recurso que aplicarse aquellos versos con que un poeta antiguo describía a Castilla:

Harto era Castiella pequeño rincon 

cuando Montes de Oca era el su moion. 

Era estonces Castiella solo una alcaldía 

magüer era poca é de poca valía. 

Pasado el monte de Altuve, después de entrar en el valle, hállase en una pequeña altura a la derecha del camino la iglesia de Respaldiza, en donde hicimos alto. Salió a recibirnos el maestro del lugar con las llaves de la iglesia en la mano, y nos saludó con toda la prosopopeya magistral: un maestro de un pueblo es un personaje de la mayor importancia que reúne sobre sí destinos del primer interés, pues a más de preceptor de la juventud es sacristán, campanero, fiel de fechos y secretario particular de cuantos pobres labriegos no saben escribir y tienen que entenderse con el hijo que está, o trabajando de cantero en los caminos de Castilla, o si el maestro se lució algo más y el chico sacaba buena letra, de hortera en alguna de las tiendas de la calle de Postas y portales de Santa Cruz de esta benemérita corte. Entramos en la iglesia, donde nos enseñó dos antiguos sepulcros que están a los lados de la epístola y evangelio. Son de piedra tosca en figura de ataúd, con la cubierta de forma triangular; otros sepulcros he visto de la misma especie, que tienen en su interior un nicho abierto a pico, de la misma figura del cuerpo humano, donde quedaba perfectamente embutido el cadáver. Estos de Respaldiza no tienen inscripción ninguna, pero la tradición cuenta que el uno es el del conde D. Vela, que murió batallando en aquellas montañas, y el de su mujer el otro. La forma de sus tapas, a propósito para despedir el agua y el moho que ha criado en ellas la humedad, muestra que debieron en un principio estar fuera de la Iglesia en lo que se llamaba el manso, que es en donde se enterraba hasta que en el siglo XI, si no estamos equivocados, se fue introduciendo la costumbre de inhumar en las iglesias. Han estado aquí siempre estos sepulcros? pregunté a nuestro maestro deseoso de trabar conversación con él. 

- Sí, señor, me contestó, y no puede ser de otro modo; porque habiéndose atrevido un obispo a mover el de don Vela del sitio que ocupa, al momento sintió sobre sí el castigo de su profanación y se le secó el brazo. - ¿Y no se han abierto nunca ni se sabe el estado de los cadáveres? - Sí, señor; en tiempo de la última guerra los abrieron, y un oficial robó la espada y las espuelas de hierro de D. Vela. 

- ¿Pues en qué pensó el difunto que no hizo que se secase aquel brazo profano más que el del obispo? - Encogióse de hombros y torció el gesto como indignado de la ironía que encerraba mi pregunta, y para demostrarme la verdad de sus palabras, me dijo que el hecho que anteriormente me había referido y otros constaban de una historia manuscrita que hay en el archivo del pueblo; historia que tiene trazas de no ser más verídica que las del arzobispo Turpin, pero que sin embargo debe ser interesante y curiosa para los novelistas y poetas. 

No sé si antes o después de pasar de Respaldiza, se ve en medio del campo una gran mesa de piedra cercada de asientos de césped, donde los antiguos ayaleses hacían sus elecciones municipales cuando todos los pueblos del valle dependían de un solo ayuntamiento. Los pueblos antiguos todos los actos de la vida civil los hacían a cielo abierto, no hallaban salón más hermoso que la extensión de los campos, ni más grandiosa bóveda que la inmensa del firmamento: extraños por otra parte a las delicadezas de una civilización enervante y destructora, sus cuerpos eran poco sensibles a la intemperie. Mas la sencillez de costumbres de los ayaleses no era suficiente impedimento para que sus elecciones no fuesen sangrientas y borrascosas. La legislación del valle tuvo que tomar providencias severas para impedirlo; y últimamente fue preciso para evitar los desórdenes que cada pueblo o anti-iglesia nombrase su ayuntamiento. La mesa y bancos de piedra es una venerable antigualla que recuerda una costumbre puesta en desuso. 

Siguiendo nuestro camino llegamos a Menagaray, pueblo pintoresco por su vega y sus montes, que se divide en varios barrios con sus nombres particulares cada uno, algunos de los cuales recuerdan apellidos de hombres notables por las armas y por las letras. El que está al norte a espaldas de la iglesia se llama Jáuregui, de donde sin duda sería oriundo el cordobés don Juan de Jáuregui, pintor y poeta famoso, que como pintor hizo el retrato del mayor ingenio de su tiempo el autor del Quijote, y como poeta se atrevió a competir con el de la Jerusalén libertada, traduciendo su linda pastoral de Aminta con tal perfección que ha quedado en duda entre los inteligentes cuál tiene mayor mérito en la versificación y el estilo, si el original italiano o la traducción española. Pocas traducciones darán lugar a semejante duda. 

Entre las casas que hay junto al camino que lleva de Menagaray a Quejana, se ve la del eminente literato y estadista don Eugenio Llaguno y Amírola, cuya vida pensamos escribir (1: Ya está concluida y preparada para darse a luz.), como la de uno de los más ilustres personajes de los reinados de Carlos III y Carlos IV. 

No lejos está el solar de los Salazares en que vivió un ilustre campeón de este linaje, que según pública fama tuvo más de cien hijos, todos habidos en nobles y honradas doncellas del valle; con lo cual pobló toda España de familias de su apellido, y hubiera sido capaz de poblar el mundo entero a haber nacido en tiempo de Noé, en que tanta falta tenía de pobladores. 

La iglesia de Menagaray está situada en un otero o colina, y como una reina sobre su trono domina todo el pueblo. No es grande ni rica, pero conserva un espléndido monumento del gusto de Llaguno en las artes y de su cariño hacia el país natal. El retablo del altar mayor hecho bajo su dirección y a sus expensas es sumamente gracioso. Lo compone una fachada semicircular compuesta de cuatro columnas corintias llenas de regularidad y elegancia, en cuyo centro hay un excelente cuadro debido al pincel de su amigo el célebre Mengs, iluminado por dos ventanas abiertas de intento sobre la cornisa a cada costado, que reflejan en él sus luces de la manera más conveniente. Sólo por ver este lindo retablo se puede dar por bien empleado un viaje a Menagaray. Otro hijo del pueblo el señor Urrutia y Arratia dando un digno empleo a sus riquezas ha regalado para la torre un reloj excelente, que tiene la particular circunstancia que aumenta su mérito, de haberse trabajado todas sus piezas por artífices de las propias vascongadas, y lo estaban colocando cuando allí estuvimos. 

Al mediodía de Menagaray, siguiendo lo largo de la vega ya en su conclusión, está el pueblo de Quejana a distancia solo de un paseo. Celebra este pueblo la fiesta de S. Juan Bautista, y con ella una feria cuyo principal comercio es de ganado. Este día elegimos para visitarlo. Preséntanse allí abundancia de bueyes y vacas, que crían los labradores de los contornos, y forman la principal riqueza de su agricultura, y multitud de los excelentes caballos que crecen en los campos de Aramañona, pequeños de alzada como caballos de montaña, pero fuertes, vigorosos y bien cortados. 

Como el pueblo sito en una cañada dividida por un barranco en que hay un puente, y rodeada de colinas, no tenga ninguna llanura en que colocar la cuatropea, se sitúa por el declive de las colinas, lo cual hace que a un golpe de vista se disfrute en agradable perspectiva de toda la feria. Pero en el subir a ella está la dificultad; el que no está acostumbrado a terrenos desiguales y montañosos, apenas puede andar por aquellas cuestas alfombradas de menuda yerba, que humedecidas con el ambiente acuoso que siempre reina ponen sumamente resbaladizo el piso con exposición de medir el suelo; exposición a que acompaña otra inmediata de recibir un par de coces o ser atropellado a causa de la necesidad de andar entre los pies de las caballerías por la estrechez del local. Estas están situadas en las colinas a derecha e izquierda del barranco, y para pasar de un lado a otro no hay más que el pontón estrecho siempre lleno de gente, donde, si se alborota un caballo, es muy fácil caer al barranco y perecer como ya ha sucedido algunas veces, sin que por eso escarmienten los aldeanos de colocarse en aquel estrecho paso. 

Al que no es inteligente en bueyes y caballos, y no encuentra mucha gente conocida entre los feriantes, no puede menos de hacérsele largo pasar un día entero de pie al raso; sin embargo la alegría y jovialidad que reina entre aquella gente sencilla, la novedad de trajes y de lengua, el espectáculo de tantas robustas y hermosas aldeanas, sus placenteros bailes, y los juegos de fuerza de los corpulentos jóvenes divierten y distraen. A veces entre cuatro aferran un hermoso caballo y lo postran en tierra, y le sujetan para examinar si está sano, con tal fuerza y aplomo, que no bajan rodando con caballo y todo, como era de temer, al precipicio. Estas escenas y otras minoran el fastidio en todas las reuniones vascongadas. También nos hizo pasar deliciosamente gran parte del tiempo la abundante y suculenta comida con que nos regaló el escribano del pueblo, en que el clarete de Rioja y la sidra del país ayudó a hacer más digestivos los nutritivos manjares. Levantados los manteles y reposada la comida, pasamos, después de dar la última vuelta por el ferial, a hacer una visita para mí más interesante y agradable, y de cuya descripción nos ocuparemos en el siguiente artículo. 

EUSTAQUIO FERNÁNDEZ DE NAVARRETE. 

EL VALLE DE AYALA (1).  (1) Véase el número 1.° 

II.

(Conclusión.) 

El pueblo está todo situado al poniente del barranco. Enfrente del pontón se extiende una plaza que sirve como de plataforma al castillo, antiguo solar de los Ayalas, excelente construcción de piedra, pero poco defendible como fortaleza, porque está dominado por una de las colinas que a muy pocos pasos se alza por su parte meridional. En él fundó en 1565 Hernán Pérez de Ayala un convento de monjas dominicas con la advocación de San Juan Bautista. No siendo suficientemente extenso y cómodo para la habitación de las religiosas, le agregó por la parte de poniente y norte un edificio, pobre a la verdad y lóbrego, quedando la casa fuerte como un baluarte que defiende el ángulo de mediodía y oriente. A este último viento mirando al puente, cae la puerta principal en una fachada que está en un trozo de edificio construido más modernamente, que ha contribuido a aumentar la lobreguez y mezquindad de la fábrica antigua. Pasando esta puerta, se entra en un patio poco capaz que a mano derecha tiene unos soportales por donde se entra en la iglesia, que aunque no pequeña es también triste, oscura y pobremente decorada. 

Esta fue la visita que hicimos antes que cayese la tarde. A poco de caminar por ella, vimos en una y otra de sus paredes laterales, metidos en unos arcos dos sepulcros, de hombre el uno y de mujer el otro, con una estatua echada, cada cual bastante bien trabajada en mármol para el estado que tenían las artes en aquel tiempo. Otros dos sepulcros hay más arriba; pero no se ven por estar cubiertos de dos altares. Primitivamente estuvieron todos colocados debajo del coro, y como allí se los podía rodear, la inscripción o epitafio que tienen, la esculpieron por los cuatro lados. Al ponerlos después embutidos en la pared, tres de sus costados han sido cogidos por ella, y sólo puede leerse la parle de letrero que cae al frente, que en los dos primeros dice así: En el sepulcro de él: “Udito cuorpo stado cada día en este coro a cuyos pies... is se mandaron sepultar. En el de ella: Co su mogre los cuales ss edificaron e dotaron el hospital de la villa de Vitoria y ganar. Por las paredes ya junto al techo se ven repetidas las armas de Vizcaya: nada más hay de notable en la Iglesia.

Saliendo de ella está enfrente en el mismo patio la puerta del castillo cuyo piso bajo es una capilla denominada de Nuestra Señora del Cabello, porque la imagen que allí se venera dicen que tiene uno de la Virgen. Ni esta circunstancia, ni el tener las monjas un coro que da a la capilla han podido libertarla de descuido y deterioro (se lee deteriorio), sin duda porque no ha sido posible a la comunidad sostener dos iglesias. Enfrente de la puerta hay en el interior a bastante altura el siguiente letrero, grabado en mármol negro en caracteres claros y hermosos: 

Esta capilla mandaron facer D. Pero Lopez señor de Ayala et de Salvatierra, el Chanceller mayor del rey et Donna Leonor de Guzman su muger, anno del nacimiento de nuestro Salvador JesuXpo (Jesucristo) de mill trescientos et noventa y nueve. 

Arreglaron esta capilla para que les sirviera de enterramiento, y efectivamente en ella hay cuatro sepulcros de mármol, dos arrimados a las paredes laterales y otros dos colocados en medio. Ninguno de ellos tiene inscripción, pero examinando las estatuas que están tendidas encima, se advierte que dos encierran despojos de hombre, los otros dos de mujer. Siendo mi principal objeto visitar el sepulcro de Pero López de Ayala, quiso mi curiosidad indagar cuál de los que encerraban despojos masculinos era el de este caballero, y como habiéndolo preguntado a alguno de los prohombres del pueblo que me acompañaban, se hubiese encogido de hombros, quise ver si por el traje o alguna otra señal externa podía salir de mi duda. La estatua del sepulcro que está situado en la pared lleva manto de caballero de orden: la del que yace en medio está sin manto, armada de todas armas y adornada de una banda que le atraviesa el pecho. Satisfice mi deseo; este segundo es el sepulcro del famoso canciller. Acordóseme que fue uno de los notables caballeros de la orden de la Banda, fundada por D. Alonso el XI y que llevando su bandera en la batalla de Nájera dada entre Don Pedro y Don Enrique, fue hecho prisionero, por fortuna suya, de los ingleses; que a caer en manos del feroz don Pedro hubiera sufrido la suerte que Íñigo López de Horozco (Orozco), Gómez Carrillo de Quintana, Sancho Sánchez de Moscoso y Garci Jofre Tenorio: y ya que no le pudo haber a las manos, fue uno de los que condenó a muerte estando en Alfaro.

Mudo, absorto, contemplaba el sepulcro, fijos los ojos en la estatua que sobre él reposaba. No me llamaba la atención la excelente y minuciosa labor de talla de los adornos que la rodeaban; que otro objeto más alto tenía fija mi vista y embargados mis sentidos. Aquella estatua estaba hecha por persona que podía haber conocido a don Pedro y tratado de perpetuarnos en ella sus facciones. Repasaba en mi memoria la pintura que Hernán Pérez de Guzmán nos hace del canciller, y sea verdad, o sea por ilusión, me parecían convenir con el mármol que tenía delante. Efectivamente el canciller era figura noble y caballeresca; alto, delgado, de facciones bien proporcionadas, y todas estas señas se reconocen en la estatua, a pesar de la incorrección de su dibujo. ¡Qué sensación causa en el ánimo reposar un rato junto a los restos de un hombre grande cuyas virtudes nos son conocidas! Toda la vida del héroe se representó entonces de repente a mi imaginación.

Nacido en noble cuna, hijo del Adelantado mayor de Murcia y de doña Elvira de Ceballos, señora del valle de Escalante, debió tener una parte muy principal en los negocios más arduos del reino; pero en medio de las guerras y revueltas de tan azarosa época, le quedaba tiempo que dedicar al cultivo de su entendimiento en gran beneficio de (del) siglo en que vivía. Debiéronse a su diligencia muchos autores que no se conocían en España, y él desenterró del olvido, como los Morales de San Gregorio, de cuya obra se valió para escribir una exposición de Job: él fue el primero que introdujo en Castilla e hizo hablar castellano al príncipe de los historiadores latinos Tito Livio; él hizo así mismo de la Caída de príncipes de Juan Bocacio (Giovanni Boccaccio, el del Decamerón) una traducción, que no habiéndole permitido concluir la muerte, continuó el Deán de Santiago, Alfonso García de Santa María, y dio a conocer Juan Alonso de Zamora, secretario del rey don Juan II; él halló tiempo para dar en una obra curiosa reglas teóricas sobre la caza, para escribir sobre linajes, y fue en fin el padre de los poetas y literatos, al mismo tiempo que el ejemplo de los políticos y guerreros.

Probó de la próspera y la adversa fortuna: después de aprehendido en la batalla de Nájera, lleváronlo a Inglaterra donde encerrado en un húmedo calabozo, cuya insalubridad llenó de llagas su cuerpo, consolábase de sus trabajos como filósofo cristiano escribiendo el Rimado de palacio, grave y piadoso poema moral; y entre las angustias de su cautiverio, se acordaba de las humildes vírgenes que en la soledad de Quejana elevaban al cielo sus plegarias, y en estos sentidos versos las suplicaba pidiesen a Dios que mejorase su suerte:

Señoras vos las dueñas que por mi y tenedes (hi tenedes : del hic latino)

oracion a la virgen por mí la saludedes, 

que me libre y me tire de entre estas paredes 

de vivo muy quejado segunt que vos sabredes. 

Dios por la su gracia me quiera otorgar 

que pueda con servicio siempre galardonar 

a vos e al monesterio e muchas gracias dar 

lo que mi padre fiso muy mas acrecentar. 

Las monjas rogaron, y sus oraciones fueron sin duda oídas, puesto que logró verse en libertad; pero después de haber respirado algún tiempo de los pasados males, volvió a sufrir la misma suerte entre los portugueses en la batalla de Aljubarrota, tan desgraciada para los castellanos.

En cambio de estos trabajos, cuatro reyes de Castilla que su dilatada edad le permitió conocer, le respetaron y amaron, y además de darle la dignidad de canciller, le hicieron aposentador mayor, oficio de la mayor confianza, y también le condecoraron con el cargo de embajador, que tan bien podía desempeñar por su elevada alcurnia, la nobleza de su carácter y la variedad de sus talentos: su consejo era oído en paz y en guerra; sus riquezas le proporcionaban el placer de hacer bien a los necesitados, y de dedicarse a sus inclinaciones favoritas; su gallarda persona le hacia el ídolo de las damas, y casado con doña Leonor tuvo la gloria de ser el progenitor de las principales familias del reino, entre ellas de la de los condes de Fuensalida; y finalmente habiendo llegado entre el general respeto y consideraciones a una vejez serena y apacible después de una vida útil y gloriosa, logró a su muerte que sus cenizas reposaran al lado de sus mayores, en el monasterio que tanto había amado y favorecido. 

Todas estas memorias me recordó la vista de su sepulcro

Por último, viendo que el sol que trasmontaba en occidente nos robaba la luz del día, di un último adiós a las cenizas del noble personaje a quien sólo conocemos como gótico cronista, cuya veracidad y buena fé ha sido injustamente puesta en duda, pero que fue el luminar de su siglo, ilustre por haberse interesado por el fomento de las letras en España con el mismo afán que el cantor de Laura en Italia, bajo cuyo concepto merece el nombre de Petrarca español, y volvimos a Menagaray con el agradable fresco de la tarde. 

A la mañana siguiente, tomando el camino de Orduña abandoné el valle y me dirigí a Bilbao


Eustaquio Fernández de Navarrete