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DEL ORIGEN Y FORMACIÓN DE LA LENGUA CASTELLANA

LIBRO PRIMERO (de la biblioteca histórica filología castellana )

DEL ORIGEN Y FORMACIÓN DE LA LENGUA CASTELLANA

1540.

1. Diálogo de la lengua por Juan de Valdés. Dos códices se conocen de esta preciosa obra. Uno se halla en la Biblioteca Nacional de Madrid: lleva la signatura X-236; consta de 96 hojas útiles; es copia de otras copias, y además le faltan dos hojas, la 79 y la 83. El otro lo guarda el Museo Británico de Londres, y es la copia que mandó sacar Mayans para publicarla en los Orígenes de la lengua española.

Se han hecho las impresiones siguientes:

I. Diálogo de las lenguas Marcio, Valdés, Coriolano, Torres.

Publicado por D. Gregorio Mayans y Siscar en el tomo II de sus Orígenes de la lengua española: Madrid. 1737, en 12:, págs. 1-178 del tomo II.

Mayans en el tomo I de dicha obra, páginas 179 y 180, escribe lo siguiente:

La Copia de este Diálogo que me ha servido de original, en su impresión, es la misma que tuvo el más diligente i más curioso de quantos Historiadores ha tenido España hasta el día de hoi, Gerónimo Zurita; de la qual copia hizo mención el Dotor Juan Francisco Andrés de Ustarroz en los Progresos de la Historia del Reino de Aragón, que añadió i publicó el Dotor Diego Josef Dormer, Arcediano de Sobrarve, en el cap. IV, donde se trata de Los Vestigios de la Librería Manuscrita de Gerónimo Zurita, núm. 27, cuyas palabras son estas:
Diálogo de las Lenguas. Es obra mui curiosa y digna de la estampa por ofrecerse en ella muchas Reglas para hablar con perfección la Lengua Española. Escriviose en tiempo del Emperador Carlos V, i guarda este Manuscrito el Conde de San Clemente.
Después fué a parar en la Librería de un Librero de Zaragoza con otros Libros manuscritos mui preciosos, los quales compró el Bibliothecario Mayor del Rei nuestro Señor en el mes de Marzo de este presente Año 1736. En este manuscrito faltaba una hoja, que con ninguna diligencia he podido suplir; porque aunque de paso vi en la Real Librería de San Lorenzo una copia deste Diálogo, provablemente es un traslado de ésta, como lo indica el carácter de la letra mucho más moderno i el faltarle lo mismo, y además de esso la primera hoja. Acudí a los Índices, i en ellos no pude rastrear indicio alguno del nombre del Autor.

Según se ve, d. Gregorio se valió del ms. de la Biblioteca Nacional, al que no le faltaba entonces más que la hoja 83.

2. Diálogo de la lengua (tenido
ázia el A. 1533) i publicado por primera vez el año de 1737. Ahora reimpreso conforme al MS. de la Biblioteca Nazional, único que el Editor conoze. Por Apéndice va una carta de A. Valdés. ... Madrid: Año de 1860. Imprenta de J. Martín Alegría. Paseo del Obelisco, número 2 (Chamberí). 8.°, LIII, 205, 71 págs.

Forma parte de la Colección de reformistas españoles de D. Luis Usoz y Río, quien ilustró el Diálogo con una introducción y 1.084 notas sobre variantes relativas a la edición de Mayans principalmente.
Esta edición de Usoz es correctísima. Cuando la hizo, ya le faltaba al ms. de la Biblioteca Nacional, además de la hoja 83, la 79.

Pone como interlocutores a Martio, Valdes, Coriolano, Pacheco, Torres, aunque considera a estos dos últimos como uno mismo.

3. Diálogo de la lengua escrito por Juan de Valdés hacia el año 1533 en Nápoles (reimpreso, Madrid 1860) Marcio, Valdés, Coriolano, Pacheco.

Es una reimpresión de las 16 primeras páginas de la edición de Usoz. La hizo el año 1865
en Halle (Druck der Waisenhaus-Buchdruckerei) el profesor de lenguas romances de la Universidad de Estrasburgo, Eduardo Boehmer, para enseñar a leer el castellano a sus discípulos. Consta de 8 páginas a dos columnas; cuatro de aquéllas contienen observaciones gramaticales.

4. Diálogo de las lenguas.

En la edición de los Orígenes de Mayans hecha por la Sociedad La Amistad Librera,
con un prólogo escrito por D. Juan Eugenio Hartzenbusch y notas por D. Eduardo de Mier
(Imprenta de Rivadeneyra), año 1873, se pone el Diálogo de Valdés al comienzo (págs. 1-148), sin mencionar para nada la correcta edición de Usoz.

El Diálogo de la lengua, como se colige de las indicaciones bibliográficas que preceden, permaneció desconocido e inédito por espacio de dos siglos, y el nombre de su verdadero autor no ha sonado hasta el presente, Al generoso valentino, D. Gregorio Mayans, corresponde la honra de haberlo publicado, si bien como anónimo, según el único manuscrito conocido que, procedente de la librería del cronista Zurita, existía en la Biblioteca Real, donde todavía está, según queda dicho, en el fondo de manuscritos; y al erudito D. Diego Clemencín el haber afirmado, en su Comentario al Quijote, que la obra era de Juan de Valdés, pues si bien D. Casiano Pellicer dijo que la escribió un Valdés, asienta que es Alonso, en su Tratado histórico sobre el origen y progresos de la
come ii y del histrionismo en España, impreso el año 1804. Hoy no cabe vacilación de ninguna especie sobre cuál es el verdadero autor de esta obra, después de los eruditísimos trabajos de los Sres. Don Pedro José Pidal, D. Luis Usoz y Río, Benjamín B. Wiffen, Edward Boehmer, D. Fermín Caballero y D. Marcelino Menéndez y Pelayo, quienes con documentos y citas históricas o con razones filológicas han dilucidado este punto de una manera incontestable.

Pero Mayans, si mereció bien de las letras por la publicación que llevó a cabo, mereció al par censura por la edición incorrecta y mendaz que hizo de él, autorizándola con su nombre aquél que había dado feliz y brillante término a empresas que exigían mayor empeño.

I. Artículo del Sr. Pidal, intitulado De Juan de Valdés, y de si es el autor del Diálogo de las lenguas, en la Revista hispano-americana, periódico quincenal, publicado bajo la dirección de D. J. J. de Mora y de D. P. de Madrazo, Tomo I, Madrid, imprenta a cargo de M. Rivadeneyra, 1848. Págs, 18-30.

Usoz, en el prólogo de su edición del Diálogo de la lengua y en los de los tomos IV, IX, X, XI, XV, XVI y XVII de sus Reformistas antiguos españoles.


Life and writings of Juan de Valdés, otherwise Valdesio, Spanish Reformer in the sixteenth century ... London. Bernard Quaritch, 1865.

Cenni biographici sui fratelli Giovanni e Alfonso di Valdesso. 1861 (por Boehmer).

Biblioteca Wiffeniana. Spanish Reformers of two centuries from 1520... By Edward Boehmer... First vol... 1874. Printed in Francke´s Orphanhouse, Halle o/s (págs. 64-130). El segundo vol. fué impreso el año 1883 en la misma ciudad y oficina. Ambos en 4.°

Conquenses ilustres por D. Fermín Caballero. Tomo IV. Alonso y Juan de Valdés. Madrid. Oficina tipográfica del Hospicio, 1875. Págs. 245-263.

Historia de los heterodoxos españoles, por el Doctor D. Marcelino Menéndez y Pelayo... Tomo II. (Colofón:) Acabóse de imprimir en Madrid por F.Maroto e hijos, X Diciembre de MDCCCLXXX. 4.° cap. IV, págs. 149-207.

Ya el título de Diálogo de las lenguas que puso es inconveniente,
supuesto que en él no se trata más que de la castellana; y las frecuentes alteraciones que se ven, y las palabras mal leídas, equivocadas o modernizadas a su antojo, como hablista en vez de hablistan o hablador, ausencia por absencia, principalmente en ésta por especialmente á ésta, empañan la veracidad del original. Por lo cual no es explicable cómo recientemente, en el año de 1873, una persona de reconocida ilustración, el Sr. D. Eduardo de Mier, y un escritor ilustre, así en el arte de Lope y Calderón, como en todo género de estudios filológicos y literarios, el Sr. D. Juan Eugenio Hartzenbusch, hayan autorizado con sus firmas una reimpresión a la letra del Diálogo publicado por Mayans, desde el título inclusive, sin que en el prólogo del segundo de dichos señores, ni en las notas del primero, se haga mención alguna del manuscrito de Zurita, de la copia que sacó d. Gregorio, y que está hoy con muchos de sus papeles, en el Museo Británico, ni de la correctísima edición hecha el año de 1860 por Usoz, quien prestó a las letras castellanas, aunque sus designios fueron de propaganda herética, un señalado servicio con tan preciosa, correcta e ilustrada edición del Diálogo de la lengua, que es en ella su título acertadísimo.

Erró, no obstante, Usoz al decir que esta obra fué compuesta hacia el año 1533; yerro que repitieron Wiffen y Boehmer, pues dado que en ella se habla de los cuatro libros del Cortesano, compuesto en italiano por el Conde Baltasar de Castellón, y agora nuevamente traducido en lengua castellana, y se hace referencia de Garcilaso como de persona viva al decirse: Huélgome que os satisfaga; pero más quisiera satisfacer a Garcilaso de la Vega, con otros dos caballeros de la Corte del Emperador, que yo conozco; ni pudo ser escrito el Diálogo hasta el Abril de 1534, en que se publicó la traducción de Boscán, ni después de Octubre de 1536, en que murió en Niza aquel gran poeta, por la herida que recibió en el heroico asalto de la fortaleza de Frejus. Los atinados razonamientos de D. Fermín Caballero y de los Sres. Fabié y Menéndez Pelayo (I) apoyan y autorizan esta afirmación. Pero no debemos callar aquí que el Rdo. P. Miguel Mir, en su Discurso de recepción en la Academia Española, dice que el Diálogo de la Lengua fué escrito por los años de 1540, fecha que se funda, al decir de tan insigne maestro (aunque no lo consigna en dicho Discurso), en ciertas referencias que se hacen sobre los sucesos políticos de aquel tiempo, tan menudamente conocidos por el sabio jesuita, merced al estudio y publicación que, juntamente con otros religiosos de la Compañía, ha llevado a cabo de las Cartas de San Ignacio. Podrá objetarse la fecha de la muerte de Garcilaso; pero ¿no podría ser por ventura esa referencia ficción del diálogo o deseo de consagrar el autor un recuerdo a su ilustre amigo?


I: Caballero y Menéndez Pelayo, en los libros citados, y D. Antonio María Fabié en el prólogo de su edición de Los cuatro libros del Cortesano, compuestos en italiano por el Conde Baltasar Castellón, y traducidos en su lengua por Boscán: Madrid. M. Rivadeneyra, 1873. Es el tercer volumen de los Libros de antaño: 8.°, LXIX-581 págs.
2: Menéndez y Pelayo, Hist. de los heterod. t. II, pág. 173.

Nació el Diálogo de la lengua de reales y verdaderas conversaciones tenidas por Valdés con amigos suyos, españoles e italianos, en su quinta de la ribera de Chiaja, en donde todos los domingos reuníanse durante la mañana a leer la Biblia o a discurrir sobre puntos de religión, consagrando la tarde, después de comer, a departir sobre asuntos literarios o de amena erudición. Allí se tuvo, pues, el coloquio que en esta preciosa obra castellana se contiene; y sólo así, a la vista de aquel golfo en donde descuellan por un lado Capri y Bayas, y por otro Ischia y Prócida, como blancas gaviotas meciéndose sobre la azulada superficie de aquel poético mar; en donde los mil aromas del campo,
siempre florido, embriagan los sentidos, y en donde aquel cielo con su incomparable hermosura y sus vivísimos tonos sonríe al alma, puede concebirse que se compusiera un libro que, teniendo por asunto el árido estudio de la Gramática y de otras cuestiones filológicas, resultase tan ameno, tan interesante y tan simpático, aun para aquéllos que no sientan inclinaciones a tales enseñanzas.
Bien es verdad que era el autor, como dice muy bien un ilustre académico (2), un hombre de mundo y de corte, y no un filólogo paciente, pues entonces no había otra filología que la que nace del buen gusto individual y del estudio y comparación de las lenguas clásicas, las cuales poseía a maravilla
nuestro autor.

Cuatro son los interlocutores del Diálogo: Marcio, que no es Marco Antonio Flaminio, ilustre poeta de ímola; ni Marcio Martirano, editor de las obras póstumas del Obispo Coriolano, sino Marco Antonio Magno, apoderado de la Duquesa de Trajetto, a quien dedicó la versión italiana que
cuatro años más tarde hizo del Alfabeto Cristiano de Valdés; Coriolano, compatriota del anterior, no debe ser confundido con el Obispo de San Marcos de Calabria, ilustre grecizante: tal interlocutor es, a no dudarlo, Coriolano Martirano, Secretario del Virrey D. Pedro de Toledo; un soldado español,
que primeramente se llama Pacheco y luego Torres por corrección del autor, no puede ser en modo alguno Bartolomé de Torres Naharro, como llegó a suponer D. Adolfo de Castro, por haberse publicado en Nápoles, año 1517, su Propaladia, supuesto que el dramático extremeño ni era militar ni poco latino, como aparece en el Diálogo, en donde, para mayor prueba de lo que decimos, se
habla del estilo que usó Torres Naharro en la citada obra. Completa, por último, el número de los interlocutores el mismo Juan de Valdés, de quien los demás solicitan su opinión y consejo.

Reunidos después que hubieron comido los cuatro amigos en la poética quinta del último, dice Marcio, siendo a la vez intérprete de los demás, a Valdés: Pues los mozos son idos a comer, i nos han dejado solos; antes que venga alguno que nos estorbe, tornemos a hablar en lo que comencé a deciros esta mañana... Bien os debéis acordar como al tiempo, que, agora dos años, partistes desta tierra para Roma, nos prometistes a todos tres, que conservariades y entreterniades nuestra amistad. como habéis hecho con vuestras cartas. Agora sabed que después de vos ido, nosotros nos concertamos desta manera: que cualquiera de nosotros que recibiera carta vuestra, la comunicase con los otros; y esto habemos hecho siempre así: y habemos tomado en ello mucho pasatiempo; porque con la lición refrescábamos en nuestros ánimos la memoria del amigo ausente, y con los chistes y donaires de que continuamente vuestras cartas venían adornadas, teníamos de reír y con que holgar, y notando con atención los primores y delicadeza que guardábades y usábades en vuestro escribir castellano, teníamos sobre que hablar y contender, porque el Sr. Pacheco como hombre nacido y criado en España, presumiendo saber la lengua tan bien como otro, y yo como curioso della, deseando saberla así bien escribir como la sé hablar, y el Sr. Coriolano, como buen cortesano, queriendo del todo entenderla (porque, como veis, ya en Italia asi entre damas como entre caballeros, se tiene por gentileza y galanía saber hablar castellano), siempre hallábamos algo que notar en vuestras cartas, así en lo que pertenecía a la ortografía, como a los vocablos, como al estilo: y acontecía que como llegábamos a topar algunas cosas, que no habíamos visto usar a otros,
a los cuales teníamos por tan bien hablados, y bien entendidos en la lengua castellana, cuanto a vos muchas veces, veníamos a contender reciamente: cuando sobre unas cosas, y cuando sobre otras, porque cada uno de nosotros, o quería ser maestro, o no quería ser discípulo. Agora que os tenemos
aquí, a donde nos podéis dar razón de lo que pues así habemos notado en vuestra manera de escribir, espedimos por merced. nos satisfagáis buenamente en lo que os demandaremos...

Trata de excusarse Valdés con gentiles y amables palabras, diciendo que por haber aprendido la lengua castellana, no en libros, sino por el uso común de hablar, juzga fuera de propósito que le quieran demandar cuenta de lo que está fuera de toda cuenta, y que además es perder el tiempo hablar en una cosa tan baja e plebeya como es punticos y primorcicos de lengua vulgar y en otras niñerías de la lengua.

Un donairoso discreteo sigue manteniendo la conversación en sus comienzos, en los que también se hace resaltar la excelencia de la lengua castellana, hasta que, vencido el ánimo de Valdés, promete éste contestar a cuanto le pregunten sus amigos. Pónense éstos de acuerdo y convienen en preguntarle:
En la primera parte, lo que sabe del origen o principio que han tenido, así la lengua castellana como las otras lenguas que hoy se hablan en España. En la segunda, lo que pertenece a la Gramática. En la tercera, lo que le habemos notado en el escribir unas letras más que otras. En la cuarta, la causa que lo mueve a poner o quitar, en algunos vocablos, una sílaba. En la quinta, le pediremos nos diga por qué no usa de muchos vocablos que usan otros. En la sexta, le rogaremos nos avise de los primores que guarda cuanto al estilo. En la séptima, le demandaremos su parecer acerca de los libros que están escritos en castellano. Al último, haremos que nos diga su opinión sobre cuál lengua tiene por más uniforme a la latina, la castellana o la toscana. De manera que lo
primero será del origen de la lengua. Lo segundo de la Gramática. Lo tercero de las letras a donde entra la ortografía. Lo cuarto de las sílabas. Lo quinto de los vocablos. Lo sexto del estilo. Lo séptimo de los libros. Lo último de la conformidad de las lenguas.

No es de nuestro propósito exponer y juzgar aquí cada una de estas partes del Diálogo de la lengua. De algunas hablaremos en el correspondiente lugar de esta obra. De otras, y de los principios que en ellas se mantienen, hablaríamos de buen grado; pero sólo mencionaremos aquel pasaje en que se recomienda la sencillez y claridad del estilo, cuando con las menos palabras se dice lo que se piensa y de tal suerte que no se puede quitar ninguna sin ofender a la sentencia o al encarecimiento o a la elegancia, sustentando así una admirable teoría, condensada en un solo pensamiento; y aquel otro en que, con singular donosura y aguda crítica, presenta Valdés las autoridades de la lengua, o sean los libros en que debe ejercitarse el que quiera aprenderla, entre cuyos autores descuellan los poetas del Cancionero, Garci Sánchez de Badajoz, el Bachiller La Torre, Guevara, el Marqués de Astorga y, sobre todos, Jorge Manrique, Juan de Mena, Juan del Encina con su
Farsa de Plácida y de Vitoriano, que compuso en Roma; los traductores Fr. Alberto de Aguayo y el Arcediano del Alcor, Alfonso Fernández; Diego de San Pedro y los textos de los romances viejos y de la Celestina, que es el libro castellano donde la lengua está más natural, propia y elegante.

La lengua primitiva de España, según este autor, más que la vizcaína, era así griega en su mayor y principal parte, como después fué latina, lo cual apoya Valdés en dos razones: una, en que los historiadores dicen que los que más platicaron en España fueron los griegos, así con armas como con contrataciones; otra, en que los vocablos castellanos que no son latinos ni arábigos, son griegos. Ejemplos:
apeldar, por huir; cadira, por silla (cátedra); fantasía, por presunción; gazafatón, por cosa mal dicha; malatia, por enfermedad; zillero, por el lugar donde ponen la harina; y las voces de uso corriente: azomar, artesa, abrasar, barrio, brasa, cañada, cara, carátula, chimenea, glotón, masa, mes, mozo, tragar, tragón, tramar, truhán, pinjiado. zelemín, zisne.

La lengua latina (escribe el ilustre conquense), desterró en España a la griega, y fué la que se habló con los residuos que de ésta quedaron, hasta la venida de los Godos, los cuales no hicieron desaparecer el latín, sino que le corrompieron más con nuevas exóticas palabras.
Esta lengua latina, así mezclada y corrompida, duró por toda España, según el autor, hasta el año 719 (sic), en que vinieron los moros, cuyo idioma empezó a hablarse, excepto en Asturias, Vizcaya, Lepuzca y algunos lugares fuertes de Aragón y Cataluña que no pudieron ser sojuzgados.

Hasta la conquista de Granada, dice Valdés, no pudieron tanto conservar los españoles la pureza de su lengua, que no se mezclase con ella mucho de la arábiga; y de los vocablos que dejaron, añade, el uso hacía tener por mejores que los latinos algunos de ellos, diciéndose
alhombra, mejor que tapete; alcreuite (alcrebite), que piedra zufre; azeite, que olio.

Muchas voces nuestras que empiezan por un al, que los moros tienen por artículo, afirma Valdés que rotundamente pueden considerarse como árabes, de la misma manera que las que principian por az, col, cha, chi, cho, chu, gua, ha, xa, za, y hasta por en, h, x o y; y cita las siguientes:

Almaizar, Almirés, Almohada, Alhombra, Almohaza, Alhareme, Azaguán, Azair, Azagaya, colcha, colgajo, cohecho, chapín, chinela, choza, chueca, haxa, haragán, harón, Guadalherza, Guadalquivir, guadamecil, Guadarrama, xaquima, xerga, zaherir, zaquizamí, zafio, enhelgado, enhaziado, endechas.

Pero con todos estos embarazos, i con todas estas mezclas, todavía la lengua latina es el principal fundamento de la castellana, de tal manera que si se afirmara que el origen de la lengua castellana es la latina, se diría la verdad, y todo lo que dicho queda sería excusado.

Alguna voz ha añadido el hebreo a nuestro idioma, dice Valdés, como
Abad, (N. E. Ver Abun de Bashmayo en arameode donde viene Abadesa, Abadía y Abadengo; saco por costal o talega, que también lo ha tomado el castellano de la lengua santa, como casi todas las otras lenguas que han sucedido a ésta.

Los vocablos que tienen f en latín llevan h en castellano: fava, haba.

En muchas partes de Castilla la s latina se convierte ea x: sastre, xastre; y la c latina en y: faciunt, hazen. (facen en castellano anterior)

Si Antonio de Nebrija, dice bien un escritor ilustre, no hubiera escrito antes su Gramática, Ortografía y Vocabulario, habría de concederse a Juan de Valdés el título de fundador de la filología castellana; pues él fué el primero que se ocupó en los orígenes de nuestra habla; el primero que la escribió con tanto amor y aliño como una lengua clásica; el que intentó fijar los cánones de la etimología y del uso, poner reparo a la anarquía ortográfica, aquilatar los primores de construcción y buscarlos en la lengua viva del pueblo, sin desdeñar los refranes que dicen las viejas tras el fuego y que había recogido el Marqués de Santillana (I).

I: Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, tomo II, pág. 169.

Continúa editado en la biblioteca histórica

Un puente entre dos Culturas: Aproximación a la Lengua y Cultura Hispanolusas

Un puente entre dos Culturas: Aproximación a la Lengua y Cultura Hispanolusas , Collectanea, Mª Victoria Camacho Galloso, Mª Amor Pérez Rodríguez



Se recoge en este volumen una serie de trabajos con los que se pretende, por una parte, tender un puente entre dos lenguas y culturas hermanas, la hispana y la lusa, tan próximas histórica y geográficamente, promover su acercamiento y conocimiento, reflexionando sobre sus raíces y vínculos comunes y sobre la realidad actual de las mismas; y, por otra, fomentar el aprendizaje de ambas lenguas europeas como lenguas extranjeras y la educación intercultural en la Península Ibérica, con el fin de que los dos países, España y Portugal, se encuentren y estrechen lazos lingüísticos y culturales comunes.

Tapa blanda: 222 páginas
Editor: Universidad de Huelva;
Edición: 1 (11 de enero de 2003) Colección: Collectanea Idioma: Español

ISBN-10: 8495699915

ISBN-13: 978-8495699916

Antonio Ubieto Arteta... en el siglo XII se hablaba en tierras valencianas un idioma romance ...

"Se admite por todos que en el siglo XII se hablaba en tierras valencianas un idioma romance, al que inadecuadamente llaman algunos "mozárabe", aplicándole una terminología impropia, ya que tal palabra sólo significa que su detentador practica la religión cristiana en un territorio que oficialmente es musulmán. Esta confusión entre lengua y religión tiene un trasfondo político y económico actual."
Antonio Ubieto: Orígenes del Reino de Valencia, 1975.

Antonio Ubieto

Ver publicaciones de Antonio Ubieto Arteta en Dialnet Unirioja


Antonio Ubieto Arteta (Zaragoza, 31 de marzo de 1923 - Valencia, 1 de febrero de 1990) fue un historiador y filólogo medievalista español.

http://www.anubar.com/autores/aut1.htm


http://ifc.dpz.es/recursos/publicaciones/23/05/_ebook.pdf

  • Antonio Ubieto Arteta, «Observaciones al Cantar de Mio Cid», Arbor, XXXVII (1957), 145-170.
  • Antonio Ubieto, Juan Reglá, José María Jover, Carlos SecoIntroducción a la Historia de EspañaTeide, 1963, ISBN 84-307-7310-X
  • Antonio Ubieto Arteta, Historia de Aragón, Zaragoza, Anubar, 1981-1989, 6 vols.
  • Colección Diplomática de Cuéllar, Segovia, Diputación Provincial, 1961. Presentación del Exmo. Sr. D. Pascual Marín Pérez, magistrado y catedrático de Derecho Civil.
  • Orígenes del Reino de Valencia. Cuestiones cronológicas sobre su reconquista, I, Zaragoza, Anubar, 1981, ISBN 84-7013-155-9
  • Orígenes del Reino de Valencia. Cuestiones cronológicas sobre su reconquista, II, Zaragoza, Anubar, 1979, ISBN 84-7013-156-7
  • Cartulario de San Millán de la Cogolla (759-1076), Valencia, Anubar, 1976, ISBN 84-7013-082-X
  • El "Cantar de Mío Cid" y algunos problemas históricos, Zaragoza, Anubar, 1992, ISBN 84-7013-054-4
   
Creación y desarrollo de la Corona de Aragón

ETC... en ANUBAR (: ANtonio UBieto ARteta)

la lengua de las mariposas, Manuel Rivas

"La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un muelle de un reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a qué sentís ya el dulce en la boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa".
  
 Moncho, la lengua de las mariposas, Manuel Rivas 

Moncho, la lengua de las mariposas, Manuel Rivas 

Descarga La lengua de las mariposas,pdf, Manuel Rivas pdf_la_lengua_de_las_mariposas 

https://youtu.be/b7WnfnGeOog 

 "¿Qué hay , Gorrión? Espero que este año podamos ver por fin la lengua de las mariposas". //Pardal en otros textos 
El maestro aguardaba desde hacía tiempo que le enviaran un microscopio a los de la instrucción pública. Tanto nos hablaba de como se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuvieran un efecto de poderosas lentes. "La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un resorte de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar ¿a que sienten ya el dulce en la boca como si la yema fuera la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa". Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Que maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de jarabe. Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender como yo quería a mi maestro. Cuando era un "picarito", la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que cimbraba en el aire como una vara de mimbre. "¡Ya verás cuando vayas a la escuela!" Dos de mis tíos, como muchos otros mozos, emigraron a América por no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América sólo por no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores de la Barranco del Lobo. Yo iba para seis años y me llamaban todos Gorrión. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos y no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, el que me puso el apodo. "Pareces un pardal". Creo que nunca corrí tanto como aquel verano anterior al ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica. "¡Ya verás cuando vayas a la escuela!" Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancara las amígdalas con la mano, la manera en que el maestro les arrancaba la jeada del habla para que no dijeran ajua nin jato ni jracias. "Todas las mañanas teníamos que decir la frase 'Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo'. ¡Muchos palos llevábamos por culpa de Juadalagara!" Si de verdad quería meterme miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de la pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de mandil de carnicero. No mentiría si le dijera a mis padres que estaba enfermo. El miedo, como un ratón, me roía por dentro. Y me meé. No me meé en la cama sino en la escuela. Lo recuerdo muy bien. Pasaron tantos años y todavía siento una humedad cálida y vergonzosa escurriendo por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio escondido con la esperanza de que nadie se percatara de mi existencia, hasta poder salir y echar a volar por la Alameda. "A ver, usted, ¡póngase de pie!" El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que la orden iba para mi. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña, de madera, pero a mi me pareció la lanza de Abd el-Krim. "¿Cuál es su nombre?" "Gorrión." Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me batieran con latas en las orejas. "¿Gorrión?" No recordaba nada. Ni mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré cara al ventanal, buscando con angustia los árboles de la alameda. Y fue entonces cuando me meé. Cuando se dieron cuenta los otros rapaces, las carcajadas aumentaron y resonaban como trallazos. Huí. Eché a correr como un loquito con alas. Corría, corría como solo se corre en sueños y viene tras de uno el Sacaúnto. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mi. Podía sentir su aliento en el cuello y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré cara atrás, vi que nadie me había seguido, que estaba solo con mi miedo, empapado de sudor y de meos. El palco estaba vacío. Nadie parecía reparar en mi, pero yo tenía la sensación de que toda la villa estaba disimulando, que docenas de ojos censuradores acechaban en las ventanas, y que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarle la noticia a mis padres. Las piernas decidieron por mi. Caminaron hacia al Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta A Coruña y embarcaría de polisón en uno de esos navíos que llevan a Buenos Aires. Desde la cima del Sinaí no se veía el mar sino otro monte más grande todavía, con peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y nostalgia lo que tuve que hacer aquel día. Yo sólo, en la cima, sentado en silla de piedra, bajo las estrellas, mientras en el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi búsqueda. Mi nombre cruzaba la noche cabalgando sobre los aullidos de los perros. No estaba sorprendido. Era como si atravesara la línea del miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando llegó donde mi la sombra regia de Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me abrazó (coger a colo) en su pecho. "Tranquilo Gorrión, ya pasó todo." Dormí como un santo aquella noche, pegadito a mamá. Nadie me reprendió. Mi padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira, tal como pasara cuando había muerto la abuela. Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado de la mano en toda la noche. Así me llevó, agarrado como quien lleva un serón en mi vuelta a la escuela. Y en esta ocasión, con corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo. El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. "¡Me gusta ese nombre, Gorrión!". Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en el medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano cara a su mesa y me sentó en su silla. Y permaneció de pie, agarró un libro y dijo: "Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso". Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos. "Bien, y ahora, vamos a comenzar con un poema. ¿A quien le toca? ¿Romualdo? Ven, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta". A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas. Una tarde parda y fría... "Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?" "Una poesía, señor". "¿Y cómo se titula?" "Recuerdo infantil. Su autor es don Antonio Machado". "Muy bien, Romualdo, adelante. Despacito y en voz alta. Repara en la puntuación." El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo. Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de lluvia tras los cristales. Es la clase. En un cartel se representa a Caín fugitivo, y muerto Abel, junto a una marcha carmín... "Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo?" preguntó el maestro. "Que llueve después de llover, don Gregorio". "¿Rezaste?", preguntó mamá, mientras pasaba la plancha por la ropa que papá cosiera durante el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza. "Pues si", dije yo no muy seguro. "Una cosa que hablaba de Caín y Abel". "Eso está bien", dijo mamá. "Non se por que dicen que ese nuevo maestro es un ateo". "¿Qué es un ateo?" "Alguien que dice que Dios no existe". Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un pantalón. "¿Papá es un ateo?" Mamá posó la plancha y me miró fijo. "¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa pavada?" Yo había escuchado muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios. Decían dos cosas: Cajo en Dios, cajo en el Demonio. Me parecía que sólo las mujeres creían de verdad en Dios. "¿Y el Demonio? ¿Existe el Demonio?" "¡Por supuesto!" El hervor hacía bailar la tapa de la olla (pota). De aquella boca mutante salían vaharadas de vapor e gargajos de espuma y berza. Una abeja revoloteaba en el techo alrededor de la lámpara eléctrica que colgaba de un cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. Su cara se tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriera a un desvalido. "El Demonio era un ángel, pero se hizo malo". La abeja batió contra la lámpara, que osciló ligeramente y desordenó las sombras. "El maestro dijo hoy que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan enrollada como el resorte de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen que mandar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?" "Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te gusta la escuela?" "Mucho. Y no pega. El maestro no pega". No, el maestro don Gregorio no pegaba. Por lo contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos peleaban en el recreo, los llamaba, " parecen carneros", y hacía que se dieran la mano. Luego, los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como hice mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe. Había otro rapaz, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, en el que golpearía con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandara darle la mano y que me cambiara junto a Dombodán. El modo que tenía don Gregorio de mostrar un gran enfado era el silencio. "Si ustedes no se callan, tendré que callar yo". Y iba cara al ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, desasosegante, como si nos dejara abandonados en un extraño país. Sentí pronto que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que tocaba era un cuento atrapante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y el sístole y diástole del corazón. Todo se enhebraba, todo tenía sentido. La hierba, la oveja, la lana, mi frío. Cuando el maestro se dirigía al mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminara la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relincho de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomo de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchamos con palos y piedras en Ponte Sampaio contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras. Hacíamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribimos cancioneros de amor en Provenza y en el mar de Vigo. Construimos el Pórtico da Gloria. Plantamos las patatas que vinieron de América. Y a América emigramos cuando vino la peste de la patata. "Las patatas vinieron de América", le dije a mi madre en el almuerzo, cuando dejó el plato delante mío. "¡Que iban a venir de América! Siempre hubo patatas", sentenció ella. "No. Antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz". Era la primera vez que tenía clara la sensación de que, gracias al maestro, sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos, los padres, desconocían. Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche con azúcar y cultivaban hongos. Había un pájaro en Australia que pintaba de colores su nido con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba tilonorrinco. El macho ponía una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra. Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y feriados que pasaba por mi casa y íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del rio, las gándaras (*), el bosque, y subíamos al monte Sinaí. Cada viaje de esos era para mi como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Una libélula. Un escornabois (*). Y una mariposa distinta cada vez, aunque yo solo recuerde el nombre de una es la que el maestro llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o en el estiércol. De regreso, cantábamos por las corredoiras como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el maestro decía: "Y ahora vamos a hablar de los bichos de Gorrión". Para mis padres, esas atenciones del maestro eran una honra. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos. "No hacía falta, señora, yo ya voy comido", insistía don Gregorio. Pero a la vuelta, decía: "Gracias, señora, exquisita la merienda". "Estoy segura de que pasa necesidades", decía mi madre por la noche. "Los maestros no ganan lo que tienen que ganar", sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. "Ellos son las luces de la República". "¡La República, la República! ¡Ya veremos donde va a parar la República!" Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia. Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero muchas veces los sorprendía. "¿Qué tienes tu contra Azaña? Esa es cosa del cura, que te anda calentando la cabeza". "Yo a misa voy a rezar", decía mi madre. "Tu, si, pero el cura no". Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría "tomarle las medidas para un traje". El maestro miró alrededor con desconcierto. "Es mi oficio", dijo mi padre con una sonrisa. "Respeto muchos los oficios", dijo por fin el maestro. Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año y lo llevaba también aquel día de julio de 1936 cuando se cruzó conmigo en la alameda, camino del ayuntamiento. "¿Qué hay, Gorrión? A ver si este año podemos verles por fin la lengua a las mariposas". Algo extraño estaba por suceder. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que miraban para la derecha, viraban cara a la izquierda. Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca viera sentado en un banco a Cordeiro. Miró cara para arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros era que venía una tormenta. Sentí el estruendo de una moto solitaria. Era un guarda con una bandera sujeta en el asiento de atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró cara a los hombres que conversaban inquietos en el porche. Gritó: "¡Arriba España!" Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de estallidos. Las madres comenzaron a llamar por los niños. En la casa, parecía haber muerto otra vez la abuela. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo del agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios. Llamaron a la puerta y mis padres miraron el picaporte con desasosiego. Era Amelia, la vecina, que trabajaba en la casa de Suárez, el indiano. "¿Saben lo que está pasando? En la Coruña los militares declararon el estado de guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil". "¡Santo cielo!", se persignó mi madre. "Y aquí", continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyeran, "Se dice que el alcalde llamó al capitán de carabineros pero que este mandó decir que estaba enfermo.” Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de pronto cayera el invierno y el viento arrastrara a los gorriones de la Alameda como hojas secas. Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a la misa y volvió pálida y triste, como si se hiciera vieja en media hora. "Están pasando cosas terribles, Ramón", oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido. Peor todavía. Parecía que había perdido toda voluntad. Se arrellanó en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería comer. "Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros. Todo." Fue mi madre la que tomó la iniciativa aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a la misa. Cuando volvieron, me dijo: "Ven, Moncho, vas a venir con nosotros a la alameda". Me trajo la ropa de fiesta y, mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo en voz muy grave:"Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro". "Si que lo regaló". "No, Moncho. No lo regaló. ¿Entendiste bien? ¡No lo regaló!" Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. Bajaran también algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos de chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola en el cinto. Dos filas de soldados abrían un corredor desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande. Pero en la alameda no había el alboroto de las ferias sino un silencio grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento. Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardas, salieron los detenidos, iban atados de manos y pies, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, el de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la orquesta Sol y Vida, el cantero q quien llamaban Hércules, padre de Dombodán... Y al cabo de la cordada, jorobado y feo como un sapo, el maestro. Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un ruge-ruge que acabó imitando aquellos apodos. "¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!" "Grita tu también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!". Mi madre llevaba agarrado del brazo a papá, como si lo sujetara con toda su fuerza para que no desfalleciera. "¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!" Y entonces oí como mi padre decía "¡Traidores" con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, "¡Criminales! ¡Rojos!" Saltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida cara al maestro. "¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!" Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí. "¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre¡ Nunca le había escuchado llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. "Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso". Pero ahora se volvía cara a mi enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. "¡Grítale tu también, Monchiño, grítale tu también!" Cuando los camiones arrancaron cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrían detrás lanzando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoi era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: "¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!